Sonoro silencio
Apuntes sobre En mi caminar en el desierto (2015)
por Santiago Hernández Zarauz
La música encierra entre las catacumbas de sus virtudes, un secreto interesante: la capacidad de poder transmitir un mensaje. A lo largo de la historia, entre los muchos tiempos durante los que acontece, las manifestaciones artísticas (la música la literatura, la poesía, la danza, el teatro, etc.) han demostrado, entre otras muchas cosas, que también son representaciones mediante las cuales se puede establecer y transmitir una idea. Los manifiestos han sido una de las formas principales para delimitar una critica, postura y una propuesta (así como también una visión colectiva) sin embargo, también cuando se observa un cuadro, se levita durante un verso, o nos sumergimos en el compás de alguna pieza, se puede recibir o interpretar un mensaje.
Luis Fernando Amaya es un compositor que aprovecha dicha propiedad en su música. Consciente de la realidad que ha caminado a lo largo de su vida, Amaya es un músico que no es ajeno a los muchos escenarios que ha observado. Nacido en un país como México, que atraviesa un momento particular, Luis Fernando traduce lo que ve, y lo que siente, a través del uso de muchos lentes.
No sería descabellado mencionar, para entrar en contexto, que pareciera que la situación en México no deja de ser digna de un análisis muy elaborado, como también (muchas veces) luce como mera literatura. Lo insólito, lo impensable, lo irrepetible, lo imperdonable no deja de acontecer, al mismo tiempo en el que brotan cosas maravillosas. En un país en el que las mujeres siguen teniendo un lugar por debajo de los hombres; en donde se persigue y se asesinan a periodistas, alumnos, maestros e inocentes; un país en el que sigue habiendo ausencias de verdad y de justicia; un país carcomido por la corrupción y la impunidad; simultáneamente es un país, donde se siguen dando los frutos más sabrosos de la tierra; un país en el que aún sigue sonando música.
Consciente de todo ello, Amaya es un artista que se cuestiona, en este momento, lejos de su país, sobre los hombros de cuánta gente se encuentra. A sabiendas de la polivalencia polifacética del territorio en el que nació y creció, el compositor no deja de preguntarse constantemente su lugar y su obra. “¿Quién soy? Cómo soy? ¿Cuándo soy? ¿Dónde soy?...” A través de dicho análisis, como ejercicio de diván, la música de Luis Fernando se convierte en una forma de incidir en el debate.
Dentro de la composición de su obra, En mi caminar en el desierto, la estética de la pieza responde a un debate vigente y necesario. Si partimos, por ejemplo, de la categorización que recibió el muralismo mexicano—vanguardia que representa una de las más socorridas glorias nacionales—sería claro entender que el canon impuesto por los artistas consagrados estableció los parámetros para decir qué es bueno y (por consecuente) qué es malo. No por nada la frase de: “los tres grandes del muralismo mexicano, en realidad son dos: Orozco” embona perfecto. Sin embargo, me parece, que la universalidad y las categorizaciones absolutas pueden llegar a borrar matices que son necesarios de recuperar. En los detalles, en los recuerdos y las formas también se encuentra la belleza. Debido, en gran parte, a una búsqueda de rompimiento con esa estructura universalista y centralizada, Amaya reconoce al “defecto”, como uno de los ejes principales de su obra, logrando un ejercicio bastante interesante. Al estar presente y evidenciado desde un inicio, el defecto deja de ser un ente, ¿negativo? o ¿contraproducente? Para trazar un camino distinto.
Curiosamente una manera interesante para relacionar el debate social, económico, y político de México (y del mundo) con la obra de Amaya, me parece que puede ser a través del análisis de la noción de antropología (como disciplina de estudio de los aspectos físicos y las manifestaciones sociales y culturales de las comunidades humanas) que tiene dicho país.
Se considera que México es una nación atada como consecuencia de una trayectoria histórica, representada de forma notoria en dos procesos históricos principalmente: la Independencia y la Revolución. Una de las primeras escuelas antropológicas implementadas en México (principios del siglo XX) fue la antropología culturalista.
Basada fundamentalmente en la escuela de pensamiento del germano-americano, Franz Boas, la antropología culturalista comenzó a elaborar esquemas basados en la identificación de la sociedad occidental como civilizada y moderna. Utilizando las diferencias culturales y lingüísticas como criterio metodológico fundamental para definir los miembros de ciertos grupos sociales la antropología culturalista destacó a la cultura mestiza como forma de entendimiento de la nacionalidad mexicana. La manera más fácil de imponer una frontera –tema que resulta particularmente relevante hoy en día en México—es a través (como lo comprueba el babélico mito de la torre) de un criterio lingüístico; de nuevo, qué esta bien y qué esta mal. De ahí quizá una de las respuestas a la ambigüedad y el debate constante entre la (pendeja) diferencia de la definición de legua y dialecto.
Es, hasta la incursión de pensadores como Rodolfo Stavenhagen, Julio de la Fuente y Gonzálo Aguirre Beltrán que se comienza a estudiar más la interacción entre las culturas étnicas, regionales y la “cultura nacional” en México dando por primera vez, por ejemplo, entrada las culturas indígenas en un contexto regional o de colonialismo interno.
Lamentablemente en el caso de México se ha fijado un interés público en el cual se realiza la explotación y discriminación de los indios del país. El grupo más pobre y vulnerable dentro de las fronteras nacionales. Grupo que hasta hace muy poco tiempo no gozaba de una representación política, y aunque hoy en día ya cuenten con ella, no logran incidir en la toma de decisiones del país. El Estado Mexicano se ha encargado de tomar el tutelaje (como si fueran riendas de una diligencia) a través del indigenismo. La cultura indígena y rural, se han visto sometidas a la segregación debido a la promoción de la cultura mestiza como meta aspiracional; lo bueno.
No sería mentira decir que en México un gran porcentaje de la población que habita una clase social elevada tiene la tez mucho más blanca que los muchos trabajadores indígenas que trabajan en las “obras del progreso” en las madrugadas de la Ciudad de México. No sería mentira decir que una mujer es mucho más vulnerable que un hombre al caminar sola por calles aledañas a su vivienda. No sería descabellado mencionar que en México mientras más se apegue el físico de uno a un ciudadano europeo, a un gringo, ronda por encima del primero una especia de aura de superioridad. El discurso de identidad mestiza (que encontró a su fiel paladín en las ideas de José Vasconcelos) ha mantenido a la cultura indígena en un segundo plano y bajo una función evidente dentro de la política del país; en donde los campesinos, los indígenas, los grupos urbanos y los obreros han sido explotados, viciados y discriminados sin distinción.
La pieza de Luis Fernando—como la Antropología—toma entonces una función política de denuncia y militancia. Evidencia que el defecto de no cumplir con los acuerdos, escritos y no escritos, sobre cómo debe de ser una pieza o cómo debe ser una sociedad, es su forma de alejarse de las etiquetas que rigen el devenir de la identidad de nuestro país. El supuesto país que compartimos. Es entonces donde me parece que la caminata por las dunas de arena termina revelando un interesante análisis: al tratarse de un sonido distinto, introspectivo, Amaya se separa—se descoloniza—de éstas etiquetas y de la estructura misma.
En mi caminar en el desierto es una composición dedicada respetuosamente a la cultura Seri a la que Amaya rinde un homenaje, en forma de ceremonia respetuosa. Las tierras sin agua, situadas en el Estado de Sonora, son entonces celebradas a lo largo de la dinámica de la partitura como recordatorio y celebración de su existencia. Más allá de los símbolos que representan hoy en día lo que podríamos llamar como “lo mexicano”, la orquesta de cámara invoca, evoca y convoca la importancia de la cultura indígena: la cultura rural enraizada en las grandes tradiciones campesinas de México y de Mesoamérica.
El defecto es la identidad, y el compositor su macula. Dentro del universo, el cosmos en el que flota la obra, el defecto cobra entonces una importancia fundamental para su creación. El defecto es, entonces, el objetivo deseado del artista. Es por ello que se trata de una obra pensada en ser interpretada a través de un ejercicio de honestidad personal. Se consagra entonces la “estética del defecto”.
Mientras dirige la caminata a lo largo del desierto, los brazos de Luis Fernando Amaya se convierten en las ramas de un árbol que celebra y rememora la importancia de su raíz. La concibe lejana e inalcanzable por lo que termina llorando hojas en forma de notas hacia el suelo. La pieza derrama eventualidades brillantes y tenues simultáneamente. Pesadas como la piedra que carga Sísifo y al mismo tiempo delgadas, casi imperceptibles como la membrana de un insecto. De una rana. Emerge un universo desconocido en la quietud de la noche en el desierto. Amaya traza con precisión un croquis en el que la utilización de colores tenues y duraderos—tonalidades que podríamos definir como personales—no solo trastocan la frescura de la pieza, sino que también alteran el espacio y la dimensión en la que sucede.
Encuentro una similitud interesante entre En mi caminar en el desierto y la técnica de la acuarela: El arte de la acuarela a lo largo de lo que podríamos llamar historia del arte moderno (en occidente), se ha encontrado subyugada en un lugar que me parece muy desatinado. Considerada como una disciplina menor, muerta o de bocetaje, más allá de ser un género superior. Sin embargo, en la relación que existe entre el agua y el pigmento suceden escenarios fantásticos como para no considerarla una disciplina mayor. Uno de las peculiaridades del binomio agua y pintura, se asemeja a lo que me parece que sucede musicalmente con la pieza de Amaya. Entre los colores que se pueden utilizar para pintar sobre el papel, los únicos que no se usan generalmente son el blanco y el negro. El primero, naturalmente, por el color del papel sobre el que se pinta, y el segundo por que tiende a oscurecer y ensuciar (en gran medida) la obra.
Me parecería sumamente lógico que cualquier persona que escuchase En mi caminar en el desierto, mencionara que se imagina la plenitud de la noche o el albor de un día. Sin embargo, regresando a la acuarela, creo que uno de los fenómenos que acontecen entre las notas de la pieza, es precisamente la mezcla de muchos colores, para llegar al negro o jugar con el blanco. Nunca termina de ser completamente de día, así como parece que la noche se esfuma entre los acentos repentinos de las cuerdas y los metales. Fortissimos sorpresivos y bien elegidos nos regresan a la realidad como el tambor del aquí y el ahora. La pieza sucede en tres dimensiones en específico: fondo, líneas y canción. A éstas, se les va adhiriendo la dimensión de desarrollo temporal y la multiplicación de dichas dimensiones en ramas independientes.
El ejercicio peripatético comienza a anunciar su final pero se sigue sintiendo la arena entre los dedos del pies. El defecto cobra un sin fin de efectos; cada quien sentirá el suyo, y en el desierto en el que parece amanecer el compositor pone sus manos en forma triangular frente asu boca y se acerca para susurrarnos un secreto: anochece.